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La idea que se defiende sola

Updated: May 14

Diseñar después de haber vivido


El proceso creativo en arquitectura cambia radicalmente a medida que uno va madurando. El maestro Salmona lo decía claro: “Para diseñar primero hay que haber vivido.” Y es verdad. Porque el diseño no nace sólo de la mente, sino del cuerpo, de la memoria, de la experiencia del espacio. Y vivir es eso: ir acumulando experiencias espaciales, conscientes o no, que más adelante serán parte del lenguaje con el que uno diseña.

Un arquitecto joven necesita rebuscarse todas las justificaciones posibles para crear. Y eso no está mal, al contrario, es parte del entrenamiento. Los primeros 40 años de vida —y más aún los primeros 10 o 15 de carrera— son eso: un campo de entrenamiento para los sentidos, para el gusto, para la empatía. Porque la arquitectura no se hace solo con técnica o creatividad. Se hace con memoria y con sensibilidad.

Y es que todos, todos los humanos, tenemos experiencia en arquitectura. Aunque no tengamos idea de medicina o de derecho, sí tenemos experiencia espacial. Hemos habitado casas, calles, esquinas, escaleras, sombras, olores. Hemos sentido frío o calor en un espacio, nos hemos sentido seguros o incómodos sin saber por qué. Eso es arquitectura. El problema es que no todos han aprendido a reflexionar sobre esas vivencias.

Por eso creo que es vital que los arquitectos jóvenes estén expuestos desde temprano a lo bello. Es un entrenamiento que moldea el juicio estético, la percepción del confort, del color, del olor. Y por eso también, arquitectos formados en culturas donde la estética es parte del ADN —como Japón o ciertas regiones de Europa— tienen más herramientas. Han vivido lo bello con naturalidad, han respirado arquitectura de verdad.

Ahí en Japón, por ejemplo, viví eso con claridad. Allá el cliente promedio tiene una relación mucho más íntima y consciente con la estética. Entienden la importancia del detalle, del silencio, de la proporción. Entienden cómo doblar un papel, cómo se siente el suelo bajo los pies. Tienen sensibilidad a la luz, al olor del espacio. Eso no es coincidencia: es formación cultural, espiritual incluso. El sintoísmo, por ejemplo, es una religión que venera la estética como un acto sagrado.

Y esa sensibilidad lo cambia todo. Porque cuando uno diseña con un cliente así, el proceso se vuelve una danza. Inspira. Nutre. Provoca.

En cambio, en sociedades inmaduras como la nuestra —donde no hay formación estética, donde el diseño muchas veces se ve como un lujo o una ocurrencia— el proceso creativo recae casi por completo en el arquitecto. No hay interlocución real. El cliente muchas veces no sabe lo que quiere, o cree saberlo desde prejuicios o traumas. Uno se convierte en psicólogo. En intérprete. Y esa es una batalla desgastante.

Además, en nuestros contextos, hay un profundo irrespeto por la experiencia del arquitecto. La gente cree saber más que el profesional. Cree que porque ha vivido en una casa, ya puede diseñarla. Y eso compromete las ideas. Las va contaminando. Se vuelve una lucha constante entre lo que uno sabe que es valioso y lo que el cliente cree necesitar.

Aun así, uno escucha. Uno explora. Uno extrae. Y desde ese ir y venir, desde esa tensión entre lo propio y lo ajeno, la idea comienza a emerger. Al principio es apenas una intuición, un trazo, una maqueta mental. Luego empieza a tomar forma. Se deja ayudar del lápiz, de la maqueta, de la herramienta digital, de la inteligencia artificial, incluso. Se prueba. Se corrige. Se rompe.

Y llega un punto —si uno ha sido honesto— en el que la idea se defiende sola.

Ya no necesita explicación.

Ya no es un proyecto.

Es arquitectur

 
 
 

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